Por Guido Emilio Ruberto, especial para Campo en Acción
Allí, en ese enclave mágico de Entre Ríos está el antiguo despacho de bebidas y su dueño, don Miguel Morend. Detrás de un gastado mostrador y a sus 80 años, continúa atendiendo a los clientes como lo hizo su padre cuando promediaba el siglo pasado. La copa está servida para el vermú del mediodía, sean ustedes bienvenidos a esta historia.
“Nosotros llegamos con nuestro padre en el amanecer de 1959, vinimos desde la colonia”, recuerda con un dejo de nostalgia respondiendo a la pregunta y mientras sirve con paciencia un vaso de vino y un par de cervezas a los fieles parroquianos, en este bochornoso e interminable verano donde el sol inclemente casi obliga a buscar refugio en el mítico boliche. Los clientes, que son habitués del lugar, inician una partida de pool donde la única apuesta permitida será una copa a expensas del bolsillo de los perdedores. “Al truco lo clausuré, antes se jugaba mucho y había problema. Ahora está todo más tranquilo” señala.
Referencia insoslayable en la zona, el boliche que los Morend bautizaron homenajeando al Libertador “coincide con el nombre de un histórico club del barrio” nos dice. Fundado a fines de los años ‘60, el Club Atlético San Martín fue un punto de encuentro de la vecindad durante décadas, hasta que diferentes causas y el desinterés terminaron en una acefalía institucional en 2016 y la posterior creación de una reserva natural educativa llamada “Los Teros” que abarcó el predio del club. “En la zona tenemos al (Club Atlético) Liverpool en El Brillante y el Unidos de Pueblo Liebig” aporta Rubén, de paso por el bar.
Ese punto de encuentro
El calor no da tregua y una fría gaseosa es ofrecida por el bolichero. “Al bar lo tenía un hombre de apellido Morard. Mi padre se lo compró” desliza quien fuera también y por muchos años un orgulloso empleado de la Compañía Liebig, donde trabajó largo tiempo. “Estuve en el frigorífico hasta que cerró en 1980” dice sin ocultar la emoción de haber pertenecido al plantel de un complejo fabril en el que alguna vez se desempeñaron 3.500 obreros. Es interesante la historia del Liebig, que tuvo sus orígenes en un saladero propiedad de Apolinario Benítez, que lo puso en marcha en 1863, coincidiendo con la fundación de la actual ciudad de Colón. Los grandes cambios en el modesto matadero llegarían en 1903 con la compra por parte de la empresa de capitales ingleses. Los flamantes propietarios levantaron una enorme planta fabril a la vera del río Uruguay, desde donde abastecieron con carne enlatada -el famoso Corned Beef- al ejército británico en las dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945).Allí, en ese gigante industrial, anduvo durante muchos años un joven Miguel Morend, hasta que la compañía Liebig cierra y se va. “Una situación que se sintió en forma dramática en el pueblo, muchos se fueron a buscar trabajo a otras provincias, a Buenos Aires, y ya no volvieron”. El bar familiar sería el sostén definitivo para este obrero de la carne desocupado.
El Colorado, un barrio de San José
Ubicado desde siempre en la esquina de Eva Perón y Hoffman de un barrio en el que supieron vivir y progresar en los buenos tiempos los trabajadores del frigorífico, el boliche permanece inmaculado, espectador imperturbable de tantos cambios vividos en esta comarca entrerriana. No tiene cartel y tampoco lo necesita sobre este camino que lleva a la autovía José Artigas y al acceso asfaltado a Pueblo Liebig, la avenida 29 de Abril.Sobre la apertura del bar no hay pruebas documentales. Don Morend y los clientes más longevos dicen a viva voz que “ya tiene más de 150 años”, constancia irrefutable, sostenida tanto en la tradición oral como en el viejo edificio de gruesas paredes y amplias puertas de madera pintadas de blanco y con los postigos bien azules que parecen extender una antigua partida de nacimiento. El amplio salón es claro testimonio de un viejo boliche, con sus pisos de cemento, techos sostenidos por tirantes de pinotea, un mostrador austero, una salamandra para el cruel invierno y una mesa de pool que le da un toque posmoderno a este templo de la amistad y el buen beber. La partida de pool sigue intensa y hay más pedidos de tragos. “Son todos conocidos. Hay que escucharlos cuando hablan, charlamos de todo menos de política, así no hay peleas” se sonríe el bolichero mientras prepara las copas, recordando que antes se tomaba mucha ginebra, Hesperidina y Amargo Obrero. “Ahora piden cerveza, vino y algún whisky a las perdidas”.
¿Cómo se imagina el futuro del “San Martín”? Don Miguel Morend se pone a pensar, responde evasivo que los jóvenes ya no vienen ni les interesa este tipo de lugares. “No hay quien tome la posta y cuando se termine, se termina todo” dispara en el final.
Estamos en la vereda del bar, sobre la calle Eva Perón. Un coche pasa veloz hacia el lado de Liebig, con su portaequipajes cargado de ganas de vacacionar en las cercanas playas del Uruguay. Un poco de polvo vuela y se posa en las ventanas del viejo bar San Martín, un lugar que sigue conservando la razón que lo vio nacer hace muchos años: ser el punto de encuentro del obrero, el albañil o el peón rural que se arrima en los momentos libres para compartir un momento de charla, de intercambio social con don Morend, que les servirá una copa como parte de los rituales en estos santuarios cargados de historias que nos van quedando, y que vale la pena conocer.