Con la aprobación de las leyes de Bases y Fiscal, queda la sensación de que el Congreso encargó el ajuste macroeconómico al presidente Milei. Para llevar a cabo tal encargo, lo dotó de esas dos herramientas, que íntimamente muchos legisladores deben considerar insuficientes para la titánica tarea de corregir aquello que, aunque sepan que debe ser corregido, prefieren que, por el costo político inherente a la corrección, sea Milei quien lo asuma. Algunos, incluso, soñarán con que se hunda en el intento, y ni piensan en el riesgo (para ellos) de que la cosa salga bien.
Tan simbólica resultó la aprobación de las leyes, que todos los flashes se quedaron en la votación. Pasó por alto una nueva muestra de la crisis de representación en que está sumergida la política. Quedó en evidencia que la gran mayoría de los votos de los legisladores nacionales respondió más a las directivas y lealtades partidarias que al interés del pueblo o de las provincias, por el cual, según nuestra Constitución, deben velar los diputados y senadores.
Las leyes que el Ejecutivo había enviado al Congreso pusieron en debate un gran número de temas. Entre tan variado temario, había partes que podrían resultar beneficiosas para algunos segmentos poblacionales (en cuestiones previsionales o laborales) o para determinadas geografías (el RIGI, en especial). Sin embargo, desde el comienzo de la votación en cada una de las Cámaras las cuentas quedaron claras: había tantos diputados y senadores alineados con el kirchnerismo, y tantos diputados y senadores alineados con La Libertad Avanza o el PRO, cuyo voto estaba cantado. Sin importar el interés de los representados, la cuenta preliminar resultó casi idéntica a la del recuento final. Obediencia debida.
Los partidos y dirigentes políticos han tergiversado el sentido de la letra de la Constitución mediante las leyes electorales. En su propio beneficio, han convertido a nuestra democracia en un una farsa de la representación. En una lista de candidatos a diputados, pocos saben quiénes son los integrantes de la lista, más allá de quien la encabeza. Los restantes miembros de una lista, eventualmente diputados nacionales, provinciales, o ediles municipales, logran sus puestos gracias a su membresía partidaria, que les confirió un lugar en la lista, y los beneficios asociados al puesto alcanzado en la votación. Ahí está la trampa: acaban por deberse más a esa membresía partidaria que a los votantes, que no los conocen y a quienes ellos mismos tampoco conocen.
No son pocas las voces que se alzan, cada tanto, reclamando un cambio en el método de elección, en la confección de la oferta electoral, o en los métodos de financiamiento de las campañas electorales. Voto electrónico, fin de las listas sábana, o limitaciones al gasto electoral, vuelven a la mira cada vez que se acerca una elección. Usualmente, los reclamos caen en saco roto. No es difícil darse cuenta por qué: son los mismos beneficiarios de la tergiversación del espíritu constitucional los que deberían decidir cambiar un sistema que los beneficia. No cabe confundirse: no es una cuestión de partidos, sino que les conviene a todos.
La calidad institucional también tiene que ver con la representación de los intereses de quienes eligen a sus representantes. Que la ciudadanía sepa a quién vota podría hacer a los legisladores y ediles más pasibles de tener que rendir cuentas, y podría obligarlos a legislar según el interés de sus representados, en lugar de hacerlo según el interés del partido, que al fin de cuentas no es distinto del egoísta propio interés.
Fuente: El Entre Ríos