A propósito del 7 de Junio, Día del Periodista, vale la pena rescatar del archivo un escrito de Fernanda Sández, que pone el acento en el valor de una respuesta cada vez menos escuchada, de sólo dos palabras: “no sé”.
El título del texto original alude a “los sabedores”. Aunque la reflexión no apunta sólo a los periodistas, es obvio que se trata de una invitación para que los “herederos de Mariano Moreno” revisemos nuestros procederes:
No sé, niña. Se hizo uno de esos silencios huecos y altos. Y el hombre, el que no sabía, se quedó mirándome desde atrás de unos lentes casi tan grandes como sus cejas. Como todo él. Se llamaba Germán Orduna y enseñaba Literatura Española Medieval. Yo era por entonces “la niña” y él, uno de los profesores más maravillosos que tuve la suerte de conocer. Y si digo “maravilloso” es porque maravillas era lo que hacía ese hombre al frente del aula helada, en Filosofía y Letras. Con un ejemplar del Cid en la mano y una lanza invisible en la otra, montaba a caballo, defendía a su rey y enfrentaba a los infantes de Carrión en defensa de sus hijas, doña Elvira y doña Sol.
Sin embargo, no lo recuerdo en medio de alguna de aquellas célebres trifulcas al galope, sino quieto. En el preciso instante de no saber. Y de decirlo en voz alta. Ésa fue, creo, una de las últimas veces que escuché de boca de alguien eso que él dijo.
-No sé, niña.
No era que el profesor Orduna no supiera, no. Sabía demasiado. Pero tal vez mi pregunta no tenía respuesta, o tenía más de una. O, como él mismo dijo, la ignoraba.
En cualquiera de los casos, su gesto me pareció –me sigue pareciendo– de una nobleza infinita. Algo extraordinario, hoy, que todos pretendemos saber todo de todo y vamos por la vida jugándola de enterados. Rebalsamos de ideas, de respuestas precisas.
Somos nos, los sabedores. Los que nos reímos de Menem cuando habló de las “novelas de Borges” y los que volvimos a reír cuando la Presidenta erró al ubicar una laguna –la Picaza– cuya existencia ni siquiera sospechábamos hasta entonces. Somos eso: knowers a tiempo completo. Sabemos de fútbol, de accidentes aéreos, de mitos urbanos, de gripes porcinas y ovinas, de glaciares y revoques, de lo que nos pregunten. Y en caso de que una duda llegue a importunar, para eso está Google. Nunca el machete fue más enorme, ni más fácil de esconder. Allí, monitor adentro y hasta ordenadas por tema están las palabras salvadoras. Las fechas. Y hasta frases de apellido rimbombante que siempre queda tan bien espolvorear sobre un escrito, a modo de perejil ilustrado. Lo que sea, con tal de no caer en el silencio oprobioso u –horror de horrores– en el impronunciable “no sé”.
Hace algún tiempo, alguien me comentó que en el jardín de infantes al que va su hijo, cuando algún pequeño muerde, se subleva o aniquila el gusano de plastilina de un compañerito, no lo reprenden; lo mandan “a pensar”. Lo dejan solo en una sala llena de bancos. Él y su circunstancia. Nunca vi una muestra más acabada de eso espantoso y vacío en lo que hemos transformado al asunto: un castigo silencioso, una pantomima cabizbaja. Sin embargo, algo hay de revelador en la escena de un chico que se sienta en una salita vacía, cierra el pico y pone cara de compungido. Pensar y hablar, inferirá el nene, pueden no ser procesos simultáneos. Pueden, de hecho, llevarse a las patadas. Puede que decir no signifique nada. Y hasta que las palabras oficien de distracción. A ver si todavía alguien advierte que detrás de ese torrente de sonido y de furia no hay nada. Nada de nada.
La página Frasescelebres.com habla de eso. La lista de libros más citados que leídos publicada por el periódico inglés The Guardian cuenta lo mismo. Somos un planeta de chamuyeros, un ejército de relojeadores de reseñas, de guitarreros todo terreno. Nada aterra tanto como la posibilidad de quedarse “fuera de tema”. De hacer algo parecido al silencio alto de mi profesor.
“No sabe, no sabe, tiene que aprender Orejas de burro le van a crecer”. Ése era, en mi infancia, el cantito con el que –a coro, a los gritos, justo antes de que la maestra pusiera un poco de orden– nos burlábamos del que no acertaba a responder una pregunta de la señorita. Puede que hayan sido tiempos crueles, sí. Pero al menos teníamos la opción del error y hasta del silencio. Ya no. Con el tiempo, todo se redujo a una versión Feliz Domingo de lo que fuere, sólo que en vez de capitales de Europa o Estados beligerantes de la Segunda Guerra Mundial, el tema puede ser cualquiera. Sólo hay que hablar rápido y con firmeza. Sin repetir, sin soplar. Y sin saber.
Alguna vez, un sociólogo amigo me habló de lo que dio en bautizar “la paradoja de La aventura del hombre”. Por aquellos años, el envío conducido por Pancho Ibáñez era lo más parecido a un programa cultural que podía conseguirse en la televisión de aire. Tanto que cuando organizaban encuestas telefónicas para conocer las preferencias del público, la respuesta era unánime: “La aventura del hombre”, respondían todos. Sin embargo, los ratings decían otra cosa. Decían que, entre saber más de Homo afarensis y conocer el último chiste del cómico palpa rabos de turno (ya no recuerdo si era Olmedo o cuál), la gente elegía al cómico. Y a los rabos. Sólo que no estaba dispuesta a admitirlo por temor a lo de siempre. A quedar en off side. A decir “No sé”. Seguimos en ésa.
Aquel, entonces, dice que tiene “un plan”. Nadie lo conoce, pero eso no importa porque el spot le quedó precioso. Éste habla de números de crecimiento dibujados por él mismo. Aquella otra rellena el aire de palabras feroces y ve asomar por el lado del poniente la misma tormenta que viene anunciando desde siempre. Por eso mismo, cuando algún afrancesado sale con aquello de que “aquí lo que no hay es debate de ideas”, sospecho que la realidad es aún más patética: no hay ideas. Ni, menos aun, ganas de que las haya. Pensar es un castigo.
Nobleza obliga, no sólo la política se presta al rasgueo conceptual; la de periodista es tal vez una de las profesiones con mayor debilidad por la “zaraza”.
He visto hacer “investigaciones” en cuatro horas.
He visto levantar datos y noticias de páginas electrónicas fantasmagóricas.
He visto –ante la imposibilidad de entender una onda del INDEC– hacerle decir disparates.
Fantaseo, entonces, con un apagón de los largos. Tres o cuatro días. No me imagino cómo se las ingeniarán algunos para seguir escribiendo huérfanos de pantalla.
Va un módico ejemplo: a fines de marzo, tras la muerte del músico Maurice Jarre, varios de los medios más populares del mundo publicaron necrológicas asombrosamente parecidas. De acuerdo, el muerto era el mismo y quizá no había nada demasiado “original” que decir al respecto. Pero lo sorprendente fue que tantos periodistas del mundo recordaran al mismo tiempo una frase maravillosa de Jarre, en la que definía a su vida como “una larga banda sonora”. Días después, un alumno irlandés confesó que había inventado la frase y la había subido a Wikipedia, la enciclopedia online.
Según dijo, sólo quiso probar que internet era la fuente primordial de información para los periodistas. Digamos que había montado una trampa caza “sabedores” profesionales. Y funcionó, claro: la levantaron sin más desde The Guardian hasta The Independent, pasando por la BBC. Sólo The Guardian pidió disculpas a sus lectores.
-No sé, niña.
Hay en esa frase algo que no existe y se extraña. En el océano de los sabedores, el silencio de Orduna suena hoy mejor que antes. Y a esta altura del partido hasta me parece tan maravilloso como cualquiera de sus clases.
Fuente: El Entre Ríos