Alberto “Cuio” Ingold (“el periodista”) comparte con los lectores de El Entre Ríos una entrevista realizada años atrás al sacerdote fallecido el martes, en Colón, a los 92 años de edad. La misma, forma parte del libro de su autoría “Historias: la cultura del arroz en la vida de la gente", originalmente publicada en la revista InfoCoop.
Hay veces en que la distancia nos sirve para aumentar el sentimiento de pertenencia, de vínculo al terruño. En eso piensa el periodista cuando transita la ruta 130 y la 14. Como si la distancia nos acercara a lo esencial, nos permitiera ver lo profundo. Es lo que sintió cada vez que habló con el entrevistado. Esos kilómetros de distancia entre Colón y Villa Elisa desaparecen en sus palabras, y habla como si su corazón siguiera latiendo en nuestras calles. En esa privilegiada cabeza se guardan fechas, detalles, hechos, momentos que forman una parte importante de la historia de nuestro pueblo. Algunas serán alumbradas por la charla y otras seguirán allí, en las penumbras, esperando el momento en que las rescate alguien. Es lo que intenta hacer el periodista, sorprendido de estar frente al sacerdote que marcó parte de su infancia religiosa. En la parroquia Santos Justo y Pastor, en medio de libros, diarios y revistas, al tiempo que cierra una reunión para organizar una futura charla para jóvenes, el sacerdote Juan Esteban Rougier, el Padre Ruyé para los elisenses, entrecierra los ojos y se abre para charlar sobre su vida.
Nació en Colonia Quesada, cerca de Villa Elisa, un día de 1928 en que llovía a cántaros en la zona. Su partera, Olimpia Montalvetti, era “una mujer que salvó a mi madre de morirse y que el día de su propia muerte fue despedida por una multitud” según rememora Juan Esteban. Sus padres fueron Esteban Rougier y Eulalia Odiard, y él fue el segundo de quince hermanos.
—Mi familia vivía de la lechería, del trigo y el lino. La casa entera era manejada por mi madre, y mi padre se dedicaba a la tarea rural en un campo de 45 hectáreas en Colonia Quesada. Y después nos mudamos a Vázquez, a un campo de 120 hectáreas.
Juan Esteban habla en la sala de reuniones, pero no está allí. Hace rato que tiene sus ojos entrecerrados. Apoyado contra la mesa busca en su memoria y trae de allí no solo anécdotas sino también contextos, colores, climas y tonos que permiten que el periodista se traslade a aquella infancia. A los cuatro años casi lo arrebata la muerte por una difteria:
—Incluso la sacaron a mi madre de la pieza porque ya no había mucho para hacer, ¡pero zafé!
Aunque ese momento dramático no borra los buenos momentos:
—Fue una infancia feliz. Desde el punto de vista económico, mi familia era de clase media baja, nunca pasamos hambre. Esto que te voy a contar es como una sensación, pero por momentos me sentí casi un privilegiado. Como si mis padres hubieran depositado en mí una especie de ilusión.
—¿Y cómo se notaba eso? —consulta el periodista.
—En las mañanas de invierno todos teníamos que ir a ordeñar; con mis hermanos jugábamos a ver quién llenaba más pronto el balde. Me sorprendía que mis padres en días feos, de frío y barro, me dejaran preparar el desayuno, hacer hervir la leche y tener el café a mano, la polenta frita, mientras mis hermanos ordeñaban. Había cierta predilección que siempre fue como un cuidado especial. Pero también era lo que tocaba. Siento añoranza de aquella época, de mi infancia, de mi familia, incluso de mis parientes. Las familias se agrandaban cada año y cuando había que desmalezar era una tarea… Siempre venían tíos a ayudar, y tengo recuerdos felices de aquellos años.
Dice eso en medio de una sonrisa, como si aún hoy se preguntara cosas de aquel tiempo, o de otros, intentando entenderlas. Parece ser un hombre que busca respuestas en temas múltiples, como múltiples son sus intereses y sus búsquedas. Puede ser la religión, o la filosofía, o la historia, o la política. Ningún terreno queda afuera cuando se trata de pensar, de reflexionar para encontrar respuestas ante el misterio que representa la vida.
—¿Y la escuela la hizo en esa zona?
—Mi madre tenía la teoría de que no teníamos que empezar la escuela de muy chicos. Así que la empecé a los nueve años en el Colegio de las Hermanas. Pero en primer grado hice dos grados seguidos. Mi familia era muy religiosa, y se rezaba el rosario todas las noches.
El alumbramiento
Aquel pequeño Juan Esteban podía atrapar pensamientos, reflexiones que eran de personas adultas. Como aquella tarde en que el mundo se le abrió porque se imaginó lo que podría llegar a ser el resto de su vida.—Íbamos todos los días a misa; hacíamos dos leguas en jardinera. Cuando tenía entre siete y ocho años, no era muy animoso para caminar sólo en el pueblo y mi padre me llevaba de la mano. Lo que recuerdo como algo muy importante en mi vida es aquel día en que entramos a la casa parroquial y salió al encuentro un curita recién ordenado que se llamaba Carlos Blason. Cuando nos vio, me dijo: “Vos tenés que ser de la Acción Católica”. ¡Entendí que me decía que yo tenía que ser cura! Sentí que era una invitación muy fuerte, ¡me alegró entero! Eso me quedó de una forma muy difusa, pero lo fui trabajando. Esto siempre me hizo pensar que lo primero que tenemos que saber en la vida es qué tenemos que ser y hacer. La vocación es fundamental.
Esa primera imagen no lo abandonó más al niño Juan Esteban, un apasionado por el fútbol y belicoso en su conducta. Cuando empezó la primaria se vino a vivir a la casa de un pariente, Enrique Orcellet, que lo recibió un añito nomás.
—Después me di cuenta de que mi comportamiento fastidió tanto a las hijas que tenían que cargar conmigo que después no me querían recibir. Era tan bravo que cuando volví a Villa Elisa como cura un hombre mayor me confesó que yo, de niño, ¡le daba miedo!
Suelta la frase y la sonrisa a la vez, y el periodista se imagina al chico y a la rebeldía que, poco a poco, se fue encauzando en la vocación religiosa. Cuando los parientes pusieron el límite, empezó a parar en la parroquia:
—Pero en el 39 tampoco me toleraron en la parroquia, y ese último año viajé todos los días desde mi casa para terminar el colegio.
Hasta que llegó el seminario y su camino ya no tuvo retorno, aunque la decisión fue todo un tema. A quien primero se lo manifestó fue a su madre, quien le aconsejó que se animara a hablar con su padre. Es que el silencio de su padre le imponía un respeto difícil de enfrentar.
—Con mi padre hay un misterio psicológico que no voy a poder develar. Todos los hijos fuimos conversadores hasta por los codos, pero él era una columna de silencio.
Un día, aquel pequeño enfrentó a aquella columna y le contó su sueño, mientras su padre pasaba por el patio de su casa. “Bueno, vamos a ver”, fue la seca respuesta, pero Juan Esteban entendió que, si no había un no, podía haber un sí.
—Después me di cuenta de que era lo que más esperaba que yo le dijera; en la vida aprendí que tener un hijo sacerdote era la alegría más grande que podía tener.
El seminario
Hacia Paraná marchó Juan Esteban cuando empezaba la década del 40, aunque los días previos a irse le agarró un berrinche:—El fútbol me ayudó a ser cura. Yo sabía que en el seminario se jugaba al fútbol y eso fue una gran motivación. Antes de ir me había empacado y decía que no iba a hacerlo, pero en ese momento me acordé del fútbol, y eso me hizo decidir. El recuerdo más amargo que tengo del seminario es cuando me decían: “Chiquito, hoy no tenés recreo”. Eso me hacía amargar de manera terrible, porque sabía que no iba a poder jugar al fútbol.
De las historias futboleras aún recuerda su tarde de gloria, cuando, siendo un curita joven, se enfrentó contra la primera de Patronato y ganaron con tres goles suyos.
—En aquel entonces se organizaban olimpíadas, y cada parroquia armaba un equipo. La parroquia de la zona de Patronato, Santa Teresita, incluyó varios jugadores del equipo de primera. Ganamos 4 a 2. Yo jugaba por la punta derecha, era bajito y ligero, corría como una liebre.
Los primeros años del seminario no le pesaron, entre su pasión futbolera, el descubrimiento de lo nuevo, el entusiasmo.
—Pero, a partir del quinto año, me entró un dengue muy jodido, sentí una depresión progresiva que me llevó a pensar que yo no servía para ser cura.
—¿Se angustió?
—Sí. Sentía que no servía para tratar con la gente. Un pobre gringo criado en la colonia, ¿cómo iba a hacer para vincularse con la gente? Eso empezó a influir en mi carácter. Como chiquito y camorrero, me tenían bastante marcado. Una vez no pude recibir el premio de los destacados en latín, francés y griego porque no me podía destacar en conducta. Era rebelde frente a las autoridades, me peleaba con mis compañeros.
Ese seminario formó su carácter porque le ayudó a superar todo tipo de pruebas, aún las sombras de la tristeza y la angustia de sentir que ese camino tan anhelado se llenaba de piedras cargadas de dudas y de desconfianza. “¿Estaré a la altura?” se preguntaba a sí mismo, y muchas veces en silencio, se contestaba que no, y eso lo volvía aún más rebelde.
—En una falta de disciplina lo llamaron al Obispo Guillán como última instancia, porque los rectores no podían decidir. Aquel encuentro fue una marca positiva, muy seria, muy buena en mi vida. Tuve cuatro momentos en los que estuve a punto de salir del seminario, y el último que me sacó la duda fue Narciso Goiburu. Cuando ya había decidido que me iba a ir, fui a consultar con él, y lo último que me dijo fue: “Bajo mi responsabilidad, siga adelante”. Entonces se acabó mi duda. Me dije que estaba puesto por Dios, y era Dios el que me mandaba. Al seminario le guardo un recuerdo agradecido; incluso puse en mi testamento que quiero que mis restos descansen en Villa Elisa cinco años y que después me lleven al seminario, por lo que hicieron por mí. Yo entré como para que me echaran, y me sacaron más o menos aceptable —dice Juan Esteban utilizando la ironía para esquivarle a la emoción y describir sentimientos que guarda muy profundo.
El sacerdocio y la vuelta a la Villa
Juan Esteban se hizo sacerdote diocesano en una época convulsionada del país, de grandes transformaciones sociales, de fuertes debates políticos e institucionales. Todo ese tiempo impregnó su espíritu, pero nunca fue más fuerte que su compromiso con la Iglesia y con su vocación sacerdotal.—Me ordené pensando en la parroquia y resulta que monseñor Guillan, nuestro arzobispo, un hombre duro, difícil, me destinó a atender un asilo de huérfanos en Villa Uranga, años 53 y 54. El asilo era como una cárcel para mí. Era un curita recién ordenado, no tenía autoridad para disciplinar sobre los internos; había un régimen muy severo para los chicos y yo siempre procuré que hubiera un trato más como en Don Bosco. Por eso con los gurises andaba bien, pero era mal visto por los superiores que imponían otra disciplina. Con el enfrentamiento entre Perón y la Iglesia, el gobierno intervino el orfanato y tuve que irme de ahí. Le pedí a Guillan que me permitiera atender a los chicos de la Acción Católica y ahí fue que tuve un respiro.
A partir de allí, comenzó un derrotero por la provincia de Entre Ríos, hasta que llegó al lugar que lo había visto partir como un niño con fuertes convicciones y fuertes rebeldías. En el 57 se fue a Nogoyá y en el año 60 pasó a Villaguay. En el 62 asumió como párroco en San José de Feliciano hasta el 9 de marzo de 1965, cuando llegó como párroco a su ciudad natal. Recuerda Juan Esteban:
—Me vine con entusiasmo y con un objetivo concreto, que era volver a integrar a la parroquia local con la comunidad. Porque en Villa Elisa, en 1927, se produjo un rompimiento entre la parroquia y el pueblo. Estaba el padre Schroeder, que fue un sacerdote muy activo desde el ejercicio de su ministerio, y fue lo mejor que tuvimos tanto desde el punto de vista espiritual como desde el material.
El quiebre fue con la instalación de un prostíbulo que rompió el vínculo entre la iglesia y un sector de la comunidad. Schroeder organizó marchas de repudio, realizó procesiones, dejó de dar misas en la Iglesia, se trasladó a Hoker, y organizó un levantamiento de firmas que, al parecer, no tuvo la respuesta que él esperaba. Cuando falleció, lo reemplazó Gallón, y parece que a su reemplazante no le fue mejor. Ni bien entró, reprendió severamente al doctor Gutiérrez por lo sucedido con Schroeder, por lo que el distanciamiento entre la Iglesia y el núcleo del poder local continuó durante mucho tiempo. Ese fue precisamente su objetivo: saldar esa deuda y volver a caminar con una Iglesia integrada a la comunidad, como en la época del cura Hoflack.
—Todo aquello me chocaba; veía que esa separación era una cosa penosa. Entonces, como consigna pastoral, mi pensamiento más firme fue procurar llenar el vacío que había entre el pueblo y la parroquia. Y para tomar contacto con todo el mundo me favoreció el hecho de que, cuando llegué, se estaba preparando el 75° aniversario de la fundación de la ciudad.
Esa celebración no estuvo exenta de discusiones y tensiones, pero Juan Esteban intentó y logró reunirse con todos, incluidos los más adversos. Y ese primer paso, romper la distancia que existía, tratar de dar vuelta la página, le abrió un campo que fue arando, sembrando y regando por los siguientes 35 años. Sintió que había cumplido el objetivo, muchos años después, cuando el 30 de enero de 1988 tuvo lugar en el Círculo de Obreros una cena de celebración de las misiones realizada en distintos barrios del pueblo.
—Se hizo una celebración festiva muy linda, a la que concurrieron el intendente Javier Kuttel y todos los concejales. Esa es la fecha en la que se cerró la zanja entre la parroquia y el pueblo.
Los viajes de integración
Sin dudas, un valor que carga en la alforja de su vida fue el trabajo de integración que realizó entre los descendientes de aquellos inmigrantes que poblaron nuestra zona y los parientes del otro lado del mar. Con la paciencia del orfebre, esperó veinte años para concretar ese camino que la vida le puso enfrente casi por casualidad.—Todo aquello para mí formó parte de algo que asumí inesperadamente, porque había desistido de mi viaje a Europa. Fue en el año 70, y estuve un año y tres meses. Fue después del Concilio Vaticano II, que fue el acontecimiento cultural más importante de la humanidad: 2300 obispos sesionando durante cuatro largos años, hablando sobre la realidad del mundo en general y de la Iglesia en particular. No hubo en la humanidad un proceso tan intenso, tan profundo y tan prolongado. Y eso me ayudó a decidirme a irme a Europa para realizar un curso en Bélgica, en el seminario en el que se formó el padre Hoflack. A principios del 70 hablé con el obispo Resk en Concordia y marché a París, paré en un convento y empecé a encontrar señales de Dios que me indicaban que la tarea de unir a la gente de acá con los parientes de Europa era muy humanamente hermosa y cristianamente necesaria.
Allí en París, mientras celebraba misas y buscaba amparo, comenzó a recorrer el camino que lo fue acercando a los parientes lejanos. Fue como la búsqueda del ciego que recién empieza a tantear el mundo. Primeros pasos, frustraciones, tropiezos y vueltas a empezar. Hasta que todo comenzó a destrabarse.
—A los quince días de estar en el convento de París, se me ocurrió hacer una primera visita al Piamonte, que era donde tenía una noticia concreta. Llegué a Modane, me bajé, fui al cementerio y encontré apellidos de nuestra zona. Me fui a la parroquia y les conté de dónde venía. Esto de los emigrantes no le interesaba para nada al cura del lugar. Al día siguiente me pasé a Bardoneccia, el primer pueblo de Piamonte. Rosalía Garnier me dio el dato de una prima hermana, los ubiqué y me invitaron a quedarme. En la parroquia de ese lugar me abrieron las puertas, me mostraron los libros. Luego marché a San Beltrán. Luis Pascal había estado tres meses en ese pueblo y me había prestado fotos, y esas fotos fueron llaves que me abrieron lo mejor de mi viaje.
De ahí fue a Exillies, donde se hizo muy amigo del cura, y finalmente al pueblito italiano de donde habían salido sus parientes:
—Un pequeño pueblito, casi como Hoker, en el medio de la montaña. San Colombano. Toda esa felicidad con la que me recibieron me dio impulso y me abrió las puertas de Suiza y de Saboya. Ese viaje me despertó el entusiasmo, me hizo pensar en la fortuna que había tenido de haber viajado y encontrarme con cartas, fotos que hablaban de un vínculo perdido en el tiempo y que era necesario restablecer.
Todos aquellos vínculos fueron atesorados durante dos décadas para volver a ponerlos en juego en la celebración del centenario de Villa Elisa. ¿Y si el horizonte del aniversario local servía para mirar al otro lado del mar, para encontrarnos con nuestros parientes separados por centenares de kilómetros, años, historias y culturas? ¿Y si era el momento para correr toda esa distancia y buscar el corazón y la sangre común que corría allá y acá? Esa idea generó miedo, interrogantes, algún rechazo; pero ¡al suelo los prejuicios! Juan Esteban, junto a un grupo de vecinos y las autoridades locales, trabajó para que esa fuera la fiesta del abrazo y el reencuentro. Después de cien años, los lazos volvían a anudarse. De todo aquello, de los miles de momentos vividos, Juan Esteban elige uno:
—Nunca en la vida tuve ni pienso tener una experiencia tan fuerte como la que viví y como la que vi vivir a aquellos europeos que tuvieron el coraje de venir, y toda la gringada que abrió los brazos para recibirlos. Fue un momento muy potente que jamás voy a olvidar.
El último viaje
La conversación se cierra y aún quedan muchos caminos sin recorrer. Es que su vida tiene tantos caminos abiertos. Algunos se transitan y aquí están contados, otros solo forman parte de la conversación íntima. El periodista sabe que está ante una vida larga, no por el tiempo transcurrido, sino por la riqueza de la experiencia acumulada, la diversidad de mundos recorridos, la suela gastada en el camino. Aún queda la incógnita de su sorpresiva ida de Villa Elisa a Colón:—Llegué a pensar que iba a morir en Villa Elisa, pero siempre me resuena aquel director espiritual que me dijo que siguiera adelante, y todo lo que me enseñó y predicó sobre la obediencia. En el 99 murió el párroco que estaba en Colón, me hablaron de la posibilidad de que yo viniera acá, y le dije al monseñor Cardelli: “Usted disponga pero, si me da a elegir, yo elijo Villa Elisa”. Días después, me habló por teléfono: “Te felicito, porque ya sos cura de Colón”. Y le contesté: “Muy bien, el hombre obediente canta victoria, dice la Biblia. Usted disponga y yo hago lo que usted diga”. Me dije: “Borrón y cuenta nueva y empiezo de vuelta”.
Rescata mucho el valor del cooperativismo. Recuerda las experiencias frustradas de cooperativas que finalmente se fundieron, y la experiencia exitosa de la Cooperativa Arroceros.
—Creo que cumplió un papel importante para la región. Hay que apoyarla y hacer todo lo posible para que se afiance con más socios y de una manera coherente, porque una cosa que se descubre en el cooperativismo es hasta dónde somos todos egoístas. En ese sentido, los que deciden trabajar en el cooperativismo tienen que saber ser constantes y perseverantes.
El periodista no quiere irse sin escuchar su opinión sobre un tema que siente contradictorio. Habiendo avanzado tanto el mundo, no puede entender la cuestión del celibato. Esa condena a la soledad para hombres y mujeres que predican la palabra de Dios. Juan Esteban sonríe ante la inquietud, vuelve a entrecerrar los ojos y contesta:
—Hay que entender la vida como nos enseña Jesucristo y no como la entendemos nosotros. La renuncia, que en el primer momento es costosa, trae una retribución inmensamente mayor que lo que uno deja. Lo decisivo en la existencia es la vocación, y la vocación significa el llamado de Dios al destino que cada uno tiene que cumplir en su vida. Esa vocación está hecha para nuestro mayor bien y nuestra felicidad. Todo es mejor que una vocación errada, y nada es mejor que una vocación acertada.
El olor de la comida envuelve el ambiente de ese domingo en la parroquia. Parece estar a punto y el periodista sabe leer esas situaciones. Fueron dos charlas largas y sabe que hay cosas que quedan en el tintero. El tono de Juan Esteban, las inflexiones de su voz, su manera de poner signos de admiración, interrogantes, acentos, en el aire, en la propia palabra pronunciada, como si estuviera escribiendo, vuelve a sorprender al periodista que, de niño, quedaba subyugado al escucharlo hablar.
Juan Esteban estira la mano y lo acompaña hasta la puerta, para meterse de nuevo en otra actividad, como siempre hizo en su vida. Cerrar una puerta para abrir otra, y otra, y otra. Porque el tiempo es oro y uno está en la vida por algo, por una causa, por una misión, que él, el Cura Ruyé, piensa seguir cumpliendo hasta que Dios, que lo alumbró a través de un curita cuando tenía apenas siete años, lo llame a su lado para darle una nueva tarea o un merecido descanso.