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No sé si a ustedes también les pasa. Pero la cosa es que a mí, a cada rato, me brotan recuerdos de la infancia. Será en mi caso, porque tuve una niñez feliz, con padres que no solo me querían sino que también me cuidaban, aunque no en demasía, algo que agradezco, ya que bien se sabe cómo salen los súper protegidos.

Será por eso, que todavía me acuerdo de una paliza que alguna vez me dio mi padre, no por miedo actualizado, ni por ese encono que sigue a la rabia, sino porque era como una enseñanza. Sí, como una enseñanza. Porque no es que crea en eso que en una época se decía de que “la letra con sangre entra”, sino que a veces para que las cosas vuelvan a su cauce normal, no está de más de vez en cuando una cachetada pegada con cariño. O es que no se conoce ya más el dicho de que “porque te quiero, te aporreo”.

Hablando de recuerdos, debo contarles con vergüenza lo que me pasó el otro día, cuando me contaron que a una mujer diabética, vaya a saber por qué, un médico despistado -lo que se dice nada atento, el hombre- le había cortado una “pata” equivocada.

De lo que se hizo un lío tan grande, que a nadie se le ocurrió hasta ahora preguntarse, lo que había pasado con la otra “pata”. Es lo que siempre digo, se empieza por hacer barullo y se termina obscuro el pensar.

Pero no vayan a creer, que charla que va, charla que viene, le estoy sacando el cuerpo a la confesión de mi vergüenza, ya que en ese caso les hubiera hablado de otra cosa que realmente me preocupa, como es el poder enterarse qué se hace con la extremidad extirpada, si se la tira, o se la pone en el cementerio en un cajón a la espera que llegue el resto. Porque eso de tirar una muela que le sacan a uno, importa poco, pero una pierna…

Paso a contar la vergüenza que en un segundo momento pasé, cuando me enteré del habérsele cortado a la mujer un pierna equivocada. El segundo momento, y no el primero. Porque en el primero la cosa me hizo gracia. Y en el segundo me vino la vergüenza, que en el primer momento me hubiera hecho gracia a que esa pobrecita de Dios le hubieran achurado la pierna que le servía y no la pierna mala.

Fue allí donde me recordé lo que me había pasado una vez, cuando me encontró mi abuelo lloriqueando en una esquina del patio de su casa y no tuve más remedio que explicarle lo que me pasaba. Es que lo que había sucedido era que, estando en la vereda recostado a un paraíso al frente de su casa, vi venir caminando en la dirección en que yo estaba taconeando a una mujer gorda con la cara pintarrajeada. Me acuerdo como si fuera hoy, el instante mismo en que tropezó con una baldosa salida y se cayó al suelo, quedando en cuatro “patas”. No pude evitar reírme, por lo que vi a la mujer cuando se levantaba, con una cara de furia, decirme un montón de palabrotas; que me llevaron asustado, a ponerme lejos de su alcance.

Sosiego es lo que me dio mi abuelo, después de haberle contado todo, él siempre tan bueno y por demás comprensivo, que tuvo a bien explicarme que es común reírse en esas situaciones, por el alivio que se siente por el hecho de no ser uno el que hubiera tenido que pasar por ese trance. Debo confesar que ahora no estoy muy convencido de las explicaciones de mi abuelo. Porque una maldad siempre es una maldad aunque a uno le brote de adentro, sin darle siquiera tiempo a pensar.

Una última cosita: ¿qué es lo que habrá distraído al médico, que hizo lo que hizo mostrándose tan cortísimo de atención alguna?
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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