Pero mi primera confusión se debió a que me olvidé que en nuestro país hay tres Colón, uno que alguna vez fue un puerto, adonde vivo; otro en la provincia de Buenos Aires y otro en la de Santa Fe. Pero no solo le erré en el lugar, sino estaba despistado también en la fecha, ya que la reunión se había hecho en marzo en el Colón bonaerense y no en el Colón en el que ahora estoy, frente a un río que no es un río, sino un cielo azul que viaja. En fin, una prueba más de cómo ha cambiado todo, por lo cual nada es lo que parece ser.
Tomé las cosas con calma, como es debido. No es cuestión de llegar a verse, como gran parte de la gente a la que veo pasar encarajinada, y sin ganas alguna de saludar, ya que ni miran, y si lo hacen mejor ni hablar. Es por eso que me puse tranqui a pensar si había alguien de acá que conoce por lo menos a un vecino de los otros dos Colón, o si saben de alguno que viva en uno de ellos que haya viajado para acá. Y me dije, cómo no se le ocurrió a nadie la idea de “hermanarlos”, una cosa que haría ruido y serviría para viaticar. Aunque pensándolo bien, me dije que es mejor dejar las cosas como están, ya que no hay nada que me moleste más, y que me haga incluso descomponer, que ver a hermanos peleándose; como ahora es bastante común ver suceder.
Aunque en realidad la visita fue fructífera, fructífera en serio de toda seriedad, y no como sucede con las declaraciones entre grandes bonetes y que le hablan a la prensa, después de reunirse antes de volver a sus pagos, prácticamente igual a como habían venido.
Es que, por una de esas coincidencias que en mi caso fue feliz, tuve la suerte caminando sin rumbo, de encontrar a tres personas, conversando animadamente, y hasta diría con entusiasmo, cosa rara en esta época en la que un desánimo enojado se nota a flor de piel.
Me presenté. Uno más bien mayorcito él y señalado con bigotes espesos y renegridos, dijo ser un ovnilógolo de nota tan notoria, que los alienígenas que tripulaban un plato volador, se habían comedido para hacer un viaje a las estrellas, del que me trajeron en un sanseacabó de vuelta amablemente. El otro, mejor dicho, la chica, era una linda chica, aunque, para mi gusto, demasiado flaca, que me miró y me disparó que era vegana. El tercero, el que me emocionó de veras, era un muchachote fornido, universitario él y a punto de recibirse, y cosa de no creer de los que están convencidos de que la tierra es plana.
Me sumé al grupo, sin sentarme y a escucharlos hablar entremezclado, o juntos casi a la vez, pensé para mis adentros, cuan cierto es eso de los locos que andan por allí cada uno con su tema.
Es que en realidad el que más desvariaba era el convencido de que la tierra era plana. La chica hablaba poco, y se la pasaba comiendo unas semillas que sacaba de una bolsita de papel, porque no solo era vegana sino también ecologista, y según la escuché decir le tenía fobia al plástico. Al navegante del espacio no le presté tanta atención, porque me daba la impresión de que de a ratos desvariaba cuando repetía que estaba a la espera de otro plato volador que lo pasara a buscar.
Pacientemente escuché al terroso aplanado, que no se cansaba de explicarme para convencerme que estaba en un error, que en la tierra no quedan árboles, sino arbustos y matitas porque de los árboles de verdad, que hubo en otras épocas, solo quedan las cordilleras que no son otra cosa que árboles petrificados. También quiso hacerme tragar eso de lo que los aviones están quietos, mientras es la llanura terrosa la que se mueve debajo.
Le corté el chorro y me fui casi espantado y sin saludar cuando me habló de un viaje a la Antártida que el verano próximo va a realizar, con las miras de comprobar que los hielos que allí existen, no son otra cosa que el borde de la tierra planada, que de esa forma -y eso se me ocurrió a mí- sería una especie de plato o palangana a lo mejor.
Ya sólo, me dije que en la actualidad la locura se extiende como una enfermedad y el mundo está “loco, loco, loco” como alguna vez, no sé ni donde ni por quién, escuché mencionar.