Con lo que vengo a admitir que no soy tan leído como me presentaba, aunque sea cierto eso de que pienso mucho y tengo más todavía de curiosidad, y estoy siempre atento a lo que pasa a mí alrededor, como un animalito que se dispone a abandonar su madriguera.
Con lo que queda claro que no soy un lirio del campo, capaz de vestirme de lo mejor, no solo sin hilar, ni ir tampoco de compras, y menos aún que pueda vivir del aire. Para decirlo de una forma grosera y no del todo de acuerdo a lo que es, concluyo después de un autoanálisis, algo que hago en forma asidua, pero sin que eso me convierta en alguien autorreferencial como es el caso de los que sufren una enfermedad que deja esa secuela, y que afecta a las personas que viven en El Calafate. Tengo que decir que admito, y no me desespero, ni me indigno, ni se enrojan mis cachetes porque alguien me tome por loco, cosa que a veces sucede con los que se muestran demasiado cuerdos, pero lo que es definitivamente cierto es que podrán o no tomarme por loco, pero nadie podrá afirmar que alguna vez alguien me ha visto mascando vidrio.
Para proseguir, y repasando lo dicho, debo decir que me encanta eso que dije respecto al animalito atentísimo, con todos sus sentidos funcionando al máximo al momento de salir de la madriguera.
Ojalá fuera esa nuestra suerte, porque me da la impresión que eso precisamente es lo que nos ha pasado, es que si bien es cierto que estamos dentro de una madriguera, aunque hay quienes la ven como un pantano o un gran charco, pero que para mí es una madriguera, como la del animalito aquél, aunque estemos como estemos con todos nuestros sentidos desplegados. Aunque debo reconocer que a veces parecemos dormidos o por lo menos atontados, el problema que tenemos es que nuestra madriguera no es como la de ese animalito, porque en apariencia no tiene salida, y de tenerla o no sabemos buscarla o mucho menos encontrarla.
Y en esa madriguera al mismo tiempo que nos peleamos por “los verdes” -no hace falta decir a qué moneda me refiero, a la que no dejamos de mirar en ningún momento, ya que cuando no es así es porque la cosa se ha puesto aburrida- al parecer estamos todos enfermos de una fiebre contagiosa porque infla; y qué cosa curiosa, cuando más nos infla, más se desinfla el valor del peso.
Una fiebre que inclusive llegó a ser hasta bien vista cuando el inflado apenas se notaba porque se creía que era una fiebrecita de esas que cuando uno es un chico desea tenerla hasta con ansia, ya que es un pretexto honesto para no ir en un día invernal a la escuela y quedarse en la cama abrigadito.
Me han contado que señores muy serios encontraban en ella otra ventaja que no era de pegar el faltazo a la escuela, porque se decía que un poquito de esa fiebre “venía bien, no sé si para aceitar o lubricar la economía”.
Y esa fiebre, que se hizo endémica, muchas veces ha hecho que al medirla explotara el termómetro de mercurio, como me pasó a mí cuando puse uno con un motivo que todavía me avergüenza, en contacto con la lamparita encendida colocada en un velador que estaba arriba de una mesa de luz al lado de mi cama, ya que no sé qué bicho me había picado, que me había empeñado en no ir a clase.
Pero al parecer no hay caso, y no nos interesa para nada convivir con esa fiebre, tanto es así que ahora hasta existen quienes ponderan lo que llaman una “inflación solidaria” (¡!). Solidaria no sé con quién porque “los que menos tienen”, como ahora se dice, o los que no tienen nada, son con ella los más perjudicados, mientras los que están en otra situación parecen estar más o menos vacunados contra esa peste.
Peste que en realidad no es tal, según me dicen, sino señal de que las cosas están desencajadas, como es en realidad el caso de todas las fiebres, y que da la ocasión a quienes se aprovechan de su presencia, sin ser precisamente ni médicos, ni boticarios, ni funebreros.