Estas palabras sintetizan su visión sobre el concepto de casta: son todos los demás, ese conjunto de beneficiarios del estado cuyo principal afán es perpetuar sus privilegios de clase gracias a su capacidad para moldear las reglas de la democracia y las instituciones republicanas a su conveniencia. El 10 de diciembre, Milei decía que estos privilegios habían llegado a su fin. Los enemigos de la Patria, esos que vivían de los bolsillos gastados del Estado, no tendrían lugar en su gobierno.
Desde ese día, el Presidente se ocupa a diario de vituperar a legisladores, gobernadores, opositores, y a periodistas, analistas y tuiteros críticos. Son los que quieren que nada cambie. Para la mayoría de la gente, enfocada en los gestos, la lucha sin cuartel contra la casta, para defender su proyecto de país, es la prueba de que Milei no les está fallando. Hace lo que dijo que haría. De ellos proviene su 50% de popularidad, que se sostiene a pesar de que analistas y consultores predigan que atacar a quienes se necesita para mover la agenda legislativa es una estrategia suicida.
Para quienes hurgan más allá de los gestos, aparecen señales en la política fiscal, monetaria, y cambiaria que no se condicen con un avance evidente de la libertad económica y la llegada del país soñado. Todos fuimos debidamente informados de que habría un período de estanflación, que se correspondería con el período de ajuste de las variables que estaban artificialmente en desequilibrio, por culpa de cepos, controles de precios, congelamiento de tarifas y exceso de pesos emitidos para financiar el gasto público. El esfuerzo se hacía tolerable, porque al final del túnel asomaba otro modelo de país, el proyecto de Milei.
Sin embargo, se empiezan a encender algunas alertas respecto de qué tipo de país es el que se corresponde con ese proyecto. Se repiten muchas actitudes de otros gobiernos, como el cepo cambiario, el tipo de cambio prácticamente fijo, las tasas de cambio diferenciales para importar y exportar, la postergación de ajustes acordados para las tarifas, entre otros. ¿Por qué? El propio gobierno da la respuesta: fuentes oficiales admiten que algunas cosas se hacen para no arruinar la caída en la inflación que se viene observando mes a mes. Romper la tendencia podría arruinar la popularidad del Presidente, y el proyecto de país. ¿O es el proyecto político el que se vería arruinado? Sería demasiado arrogante de parte del Gobierno esgrimir que tiene permitidas cosas que a otros se les critican, sólo porque su proyecto es mejor.
A las cuestiones puramente económicas se les suman otras alertas: la continuidad de las autoridades en la Aduana, los beneficios sectoriales (¿al llamado “señor tabaco”?), geográficos (¿a Tierra del Fuego?), y políticos (¿los fideicomisos?). Estaban todos en la mira, pero ahora son aceptados o han sido extirpados del discurso. ¿Para apropiarse para sí estos privilegios de casta y su flujo de fondos, o para asegurar el tratamiento legislativo de la Ley Bases? Hemos escuchado demasiadas veces, de demasiadas voces a izquierda y derecha, eso de que, por buscar un fin altruista, debemos valernos de medios viles.
¿Son apenas medios incorrectos para alcanzar un bien mayor, o, lo que sería más grave, son además una forma de hacerse de una fuente de financiamiento para sostener la popularidad y el proyecto político? Quizás el proyecto de país y el proyecto de poder no estén ya tan separados. Son dudas que asoman con el correr de los meses.