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De repente me puse a pensar que nunca mi padre quiso comprarme un monopatín. Y menos un par de patines. No era por eso de que los padres de antes eran mucho menos dadivosos, por no decir más sentados que los padres de ahora, ya que del andador pasé al triciclo, y de este a utilizar bicicletas de distinto tamaño, a medida que crecía en años, aunque no necesariamente en sabiduría, empezando por la primera, que recuerdo que tenía dos rueditas adosadas a la rueda trasera de la bicicleta.

A decirlo con total franqueza, nunca supe la razón de esa negativa. Aunque debo comenzar por admitir que en realidad no fue mucha, por no decir ninguna, mi insistencia cargosa sobre el tema, a lo que se agrega algo fundamental, que era que cuando un padre decía no, era no y se acabó, porque en mis tiempos los padres eran parcos en lo que a dar explicaciones acerca del porqué de sus decisiones se refería; y no como ahora, lo que no sé si es mejor o peor, en que ese tipo de cosas es motivo de una conversación entre los papás y los chicos, que tiene todo el aspecto de una verdadera negociación.

Como les decía, no sé si el cambio es una mejora, pero pensándolo bien quizás es lo más sano que los menores comiencen a aprender a negociar desde el mismo momento en que están en condiciones de razonar, porque es sabido que en el mundo en que vivimos todo, o casi todo, se negocia; dicho esto con tristeza. “Te doy si vos me das”, sería la traducción de un patinazo que alguna vez escuché de boca de un abogado señorón amigo de mi padre, y que este tuvo que explicarme, y que debo confesar que al principio no entendí nada, pero como lo guardé en mi interior, yo que todo lo registro, más tarde comprendí que, para muchos, en el mundo no es cuestión de dar nada, si no se recibe algo a cambio.

Mercaderes sin saberlo, que tampoco saben de lo que es la caridad, y que existen personas que en el catecismo me enseñaron que son iguales a mí aunque sean los que antes se conocían como “necesitados” y desde entonces lo único que ha cambiado es que cada vez son más, y que ahora se los menta como personas en “situación de vulnerabilidad”. Una forma paqueta y tranquilizadora para los que no tienen techo y a la vez tienen hambre.

Ahora me acuerdo por donde empecé. Y de lo que les quería contar. Porque la referencia a los monopatines no fue, como he escuchado que antes se decía, fruto de la casualidad. Sino que me he enterado de la aparición de los monopatines eléctricos.

Un ingenio que según me parece va colocar a los alcaldes y ediles, pero sobre todo a los primeros, en esa situación de vulnerabilidad de la que hablaba, y donde ellos ingresan en la categoría de “necesitados”. Porque se van a ver en la necesidad de que las calles estén todas ellas tan parejitas como cancha de bocha, listas para empezar a jugar. Porque en el caso de los autos y de las motos, con calles rotas cualquiera se arregla, aunque con frecuencia oscilante se vea a los conductores musitar malas palabras. Y no hablemos de los triciclos de cuatro ruedas, porque además de que no están autorizados a circular por la vía pública, les encanta toda posibilidad de andar haciendo piruetas.

O sea que la alternativa frente a la invasión de esos monopatines, o se arreglan y cuidan las calles o no hay monopatines. Aunque mi experiencia me dice que esa es una alternativa falsa, ya que lo que va a suceder es que donde están rotas, las calles así seguirán, y circulando por ellas en monopatines veremos a vecinos mostrando en sus caras esa mezcla de enojo y resignación, la que observo con mucha frecuencia y que tanto me entristece.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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