Por Daniel Tirso Fiorotto
Saberes, voluntad, amor por el terruño, tenía, y no tenía tierra. Hacha y verdulera, y buena mano para el guiso de alitas y para los chinchulines, pero tierra no.
Quedó en un bajo del cementerio este domingo. Por primera vez le tocó un lotecito. Se diría estrecho, pero por fin suyo. Lleva el número 210.
“Esta cueva en que estás con palmos medida/ es la cuenta menor que has sacado en vida./ Es de buen tamaño, ni ancho ni hondo,/ es la parte que te cabe de este latifundio./ No es una cueva grande, es una cueva medida,/ es la tierra que querías ver dividida”, canta Chico Buarque en el Funeral del labrador.
Eulogio Espinoza, poco apellido para hacerse de un campito, y menos para enterrarlo a tiempo. Juancito, su hijo que heredó el talento para la danza, vistió sus mejores pilchas para despedir al padre con el recuerdo de su humor y sus andanzas, y olvidando para siempre las chinches de los engranajes oxidados de los 95 años. Camisa renegrida, pañuelo rojo al cuello, como una de esas rebeliones hechas de silencio para que entienda el que sepa escuchar. “Campesinos sin campo, indios sin cerro, qué tremendo silencio sobre nosotros”, canta Atahualpa Yupanqui.
Al silencio del patio colmado de crucecitas bajas llegaban los acordes de “Feliciano orilla”, el chamamé que lo acompañó toda la vida. Nadie interpretaba, pero nuestros corazones lo escuchaban.
Juancito había avisado a las amistades que el sepelio sería a las 12, pero le adelantaron hora y pico sin dar mucha explicación. Eso pasa si uno usa pañuelo al cuello en vez de corbata, si uno se llama Espinoza nomás.
Ah, don Quitilo. El más sencillo y más alegre del barrio disfrutaría de la anécdota. Le corrieron el horario de la muerte, varios deudos llegaron tarde a la función, como llegamos.
Ahora, ¿quién se le animaría a un apellido con estatus? Vaya pregunta. Pero el maltrato no hace mella en el paisano; al fin y al cabo, ¿qué hubiera hecho Quitilo en una circunstancia así? Un chiste nomás. Hubiera hecho un chiste. Algún verso de antes, algunas glosas, alguna palabra socarrona para decir mucho sin decir tanto. Algún rodeo para no molestar.
Cierta modernidad confunde el espíritu servicial de los entrerrianos con la servidumbre. De allí, cualquiera se le anima al paisano, y el paisano responde con la serenidad que le da la tierra y decide no ganarle al atropellador.
La Pachamama
Uno pagaba para ver bailar el chamamé triste al Gaucho Quitilo, abriendo la pareja en abanico, con unos zapateos de levantar polvareda. Uno pagaba, pero los contratos no son para la paisanada, al gaucho se lo invita nomás, para qué contratar a Quitilo si viene gratis…Pobre el Gaucho, pobre su funeral. Unas lágrimas de los nietos regaron la tierra. Algo va a florecer. “Se va la gaviota con escalera y botas, venga otra lata patrón”, nos viene al oído, con su felicidad hecha versos al terminar la esquila y pegar el sapucay. Y paseamos por sus cuentos interminables, sus experiencias monte adentro a quibebe y mbaipuy.
Quitilo quiso la tierra por toda compañía. Ni fuego ni cemento: tierra. La Pachamama lo estaba llamando. Cuántas anécdotas, cuánta energía puesta al servicio del universo del Guayquiraró y el Feliciano.
“Es una cueva grande para tu carne poca/ pero, a tierra dada, no se abre la boca”, canta Chico Buarque.