El pasado domingo, tal como lo sufrieron con una mezcla de desgastada resignación y reprimido enojo, y que este medio tuvo oportunidad de informarlo, vecinos de Ibicuy, encolumnados junto al Intendente y la totalidad de los integrantes del Concejo Deliberante, marcharon desde la plaza central de la localidad, hasta los puentes del Arroyo Sagastume, ubicados en el kilómetro 143 de la autovía 12.
Lo hicieron recorriendo primero el trayecto que une esa localidad con la autovía mencionada, utilizando para hacerlo la ruta provincial 45 –único acceso a Ibicuy por vía terrestre-, y ya ingresado en ella, continuaron haciéndolo hasta dejar atrás a la localidad de Ceibas, y detener su marcha y cortar por poco tiempo –computado en horas- el paso de los vehículos que la recorrían en ambas direcciones.
En tanto, una idea del trastorno que provocara ese corte, la da el hecho que la extensión de los vehículos detenidos por esa circunstancia, en los carriles por los que se dirigían a Buenos Aires, alcanzó a más de tres kilómetros en su momento culminante.
Lo hacían cansado de reclamar sin ser escuchados por las autoridades provinciales por el estado calamitoso en que se encuentra la ruta 45 mencionada, que vuelve el circular por ella, no se sabe si un infierno o una proeza, dado lo cual exigían su inmediata reconstrucción.
Displicencia que se hace presente por parte de nuestras autoridades, a pesar del hecho sabido que el puerto de Ibicuy es posiblemente el puerto de aguas profundas de mayor calado de toda nuestra Mesopotamia. Y de allí su importancia –prescindamos por un momento del vecindario- para facilitar de una manera acabada el arribo al mismo de mercadería transportada por camiones, para su carga en buques de ultramar.
Para tomar conciencia del hartazgo de la situación por parte de los vecinos de Ibicuy, se debe tener en cuenta que, a diferencia de lo que sucedió en el caso de otros poblados, los que se fueron extinguiendo con la clausura de sus “estaciones ferroviarias”, Ibicuy que era el puerto al que arriban los ferro-barcos, utilizados desde principios del siglo pasado para trasladar a los convoyes ferroviarios entre nuestra provincia y la de Buenos Aires –aunque hubo momentos que esos ferro barcos no solo tenían una de sus cabeceras en Zárate, y otra en la ciudad de Buenos Aires- resistió a esa verdadera catástrofe.
Fue cuando se convirtió en una suerte de “población sin el hombre de la casa”, ya que muchos de ellos se marchaban a Zárate, donde eran demandados como los excelentes operarios que eran, mientras la familia aferrada fuertemente al lugar, recibía sus periódicas visitas.
Pero en esos tiempos, el de Ibicuy era un puerto medio abandonado, con sus muelles en parte ocupados y en parte destruidos. Esto último por el derrumbe de una de sus partes, por no aguantar su estructura el peso de las toneladas de mineral ferroso que hasta allí transportaban barcazas brasileñas desde el Alto Paraná para ser reembarcado en embarcaciones de gran porte hacia las costas de aquel país. Y también por la manera negligente con que se lo utilizaba como sitio de desguace de embarcaciones, tareas en cuyo transcurso no era extraño que trozos de sus estructuras se cayeran en el río y se hundieran hasta el fondo, con la consecuencia de hacer más farragosas las labores de eventuales dragados en ese sector de muelles.
Mientras tanto, ninguno de los ingredientes que componen ese escenario es desconocido por la población provincial. Así, la falta de mantenimiento de la obra pública existente, mientras se sigue adelante con otras obras, por lo menos a la hora de anunciarlas.
A lo que cabría agregar que debe considerarse al descripto, un caso excepcional por lo explicable –no por lo justificable, dado que nunca puede serlo el vulnerar el derecho de transitar- de la presencia del reclamante, ocupando y a la vez obstruyendo a la vía pública, por haberse agotado su larga paciencia demostrada en un reclamo que no es de ayer.
Sin que ello signifique, como ya acabamos de destacarlo, que este tipo de comportamientos, no vienen a ser otra cosa que una señal de una “sociedad desencajada” de una manera altamente ominosa.
Es que no puede confundirse “la calle”, con lo que se designa indebidamente en ese sentido, con el “espacio público”, el antiguo “ágora” de las clásicas polis griegas, y a las que en la actualidad –dejando de lado plazas, y parques, estadios y otros amplios lugares cerrados- las tecnologías en materia de comunicación –especialmente las audiovisuales y las conocidas “redes” de Internet- abren posibilidades imprevisibles de ampliación y revalorización.
Sin perjuicio de lo cual, un retorno – el que es más que eso- sería el nacimiento a la práctica de una “democracia directa” cabría considerarla no otra cosa que una grata ensoñación, hasta cierto punto al menos, presente en la democracia ateniense, que ha sido calificada con razón, como “oligarquía de base esclavista” más allá de su idealización.
Y ello también, mal que les pese, e incluso de la simpatía que puedan despertar, a los grupúsculos de “agoristas”, de los cuales existen en la actualidad numerosos ejemplos, y a los que desde los sectores académicos se los califica como “libertarios de izquierda”, dada su filiación anarquista.
O sea que, mal que nos pese, no puede existir una república democrática sin representación ni representantes. Aquellos por los cuales “el pueblo delibera y gobierna” según reza nuestra Constitución.
Algo con lo que por nuestra parte, no podemos dejar de coincidir. Sin dejar de advertir la existencia de un problema, del cual se desentienden en más de una ocasión tanto el “pueblo” como sus “representantes”. Que es lo que acontece cuando estos últimos, o sean los representantes, dan la impresión –y no solo ella- de actuar, hasta con sorprendente desparpajo, de no representar a nadie, ya que se los ve pensar y actuar atendiendo a su propio interés, al que llegan, más allá de que lo callen, a considerarlo un “derecho propio”.