Concordia es una ciudad que desde hace décadas no tiene una planificación seria. No traten de dibujarla porque nadie les cree. El ordenamiento urbano y territorial obedece hace tiempo a cuestiones estrictamente ideológicas.
El crecimiento desordenado y desigual, y la consecuente carencia de infraestructura, se nos burlan en la cara desde la cuenca del arroyo Manzores, los microbasurales del barrio José Hernández y las calles de tierra después de un día de lluvia.
Esa ciudad que una vez brilló en la Mesopotamia por sus edificios vanguardistas y sus tranvías, su puerto y el Ferrocarril Urquiza, sus bellezas naturales y sus cordones productivos, choca de frente con las estadísticas del INDEC que la ubican entre las más pobres del país.
En este contexto, mientras las asociaciones de ambientalistas se rasgan las vestiduras en defensa de los humedales cuando alguien pretende nivelar un terreno que compró para hacer su casa, da lo mismo ir al baño o hacer nuestras necesidades fisiológicas directamente en el río Uruguay porque los efluentes cloacales del ejido urbano no reciben ningún tipo de tratamiento.
Cuando en otras ciudades parecidas a la nuestra, los fideicomisos son la herramienta que permite canalizar el ahorro y soñar con el primer techo propio, al tiempo que el Estado dinamiza la construcción privada desde los bancos de tierra y el crédito, la aspiración de nuestros jóvenes es conseguir un contrato de alquiler que no le exija tantos garantes y con una cláusula de ajuste no sea mayor que el IPC.
Porque un barrio privado, donde los terrenos valen la mitad que en el centro, no son un ghetto. Son una propuesta superadora a los barrios de viviendas sociales, donde todas las casas son iguales y lo que aprende un arquitecto en la facultad parece haber sido escrito con la máquina de escribir invisible. Por eso, señores dinosaurios, les quiero contar que se terminó la época en que frenaban el desarrollo de Concordia desde atrás de un escritorio, con excusas absurdas basadas en la tranquilidad que les da tener todos los meses un millón y medio de pesos depositados en el banco.
Muchos nos dimos cuenta que ser progresista nunca pudo estar más cerca de erigirse en un rancio conservador que se aferra a las trabas para obtener una mísera cuota de poder, siguiendo la lógica de sus antiguos jefes que por algo perdieron las elecciones y apelando a la alianzas con las corporaciones prebendarias de siempre.
Llegó la hora de darle un premio al que emprende, invierte y arriesga. Soplan vientos de cambio que vienen de la mano de un sector privado dinamizador del desarrollo inmobiliario, con un Estado que le saque la pata de encima y le pregunte de una vez por todas: ¿En qué te puedo ayudar?
Felipe Sastre
Concejal del bloque Juntos por Entre Ríos
Concordia