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Yo tenía por entonces poco más de diez años, mi recuerdo es borroso.

Por Bernardo Salduna

Un día, ya aproximándose la primavera de ese especial año 1955, mi padre, visiblemente preocupado, cargó apresuradamente a su familia -mi madre yo y mis tres hermanos- en su viejo Chevrolet 36 y nos llevó a todos al campo que tenía, entre Chajarí y San Jaime.

Mi hermana mayor, casi adolescente, protestó y decidieron dejarla en la casa de mi abuela paterna: es que se acercaba la fecha de su cumpleaños -17 de septiembre- y quería pasarlo con sus amigas.

Me han quedado grabado en el recuerdo esos días de campo, bajo una persistente lluvia, que duró cerca de cuatro días, y casi no permitía salir de la casa -sin electricidad, ni, por supuesto teléfono- y nos obligaba a los más chicos a interminables juegos de interior (creo fue por entonces que aprendí a jugar ajedrez).

Fueron las “épicas lluvias de septiembre”, al decir de Jorge Luis Borges.

Mientras mis padres, con la radio a batería, y las dificultades para escuchar, propias de la interferencia y el mal tiempo, intentaban acceder a informaciones confusas, contradictorias, parciales y, a veces no del todo ciertas, sobre lo que estaba pasando en distintos puntos del país.

Con nuestra poca edad, no entendíamos mucho, pero sí apreciábamos que era algo serio.

Más aún, trágico.

Una noche, después de cenar, nuestros padres nos dijeron, con voz grave y emocionada, que se estaba luchando en Argentina, una especie de guerra civil.

Que corría sangre, que estaba muriendo gente.

Que rezáramos por las víctimas y por la paz.
Regreso triunfal
No sé cuántos días después, mejorado el clima, regresamos a Concordia.

El ambiente era allí de alegría y festejo: una bulliciosa caravana de autos, camiones y ómnibus, transportando ruidosos manifestantes, recorría las calles dando vivas a la libertad y a la Patria.

Algunos arrastraban chapas con anteriores nombres de calles y plazas, cuadros destrozados con las fotografías del presidente “depuesto” –ahí aprendí el significado de la palabra- y su esposa fallecida años atrás.

Todo era felicidad y euforia.

Sin comprender mayormente, sentía que había terminado algo muy malo y se iniciaba una era mejor para todos.

Recuerdo que salimos a recorrer la ciudad.

Al pasar por la costanera, del otro lado del río Uruguay, se visualizaba una caravana de autos, que ostentaban banderas argentinas y orientales, hacían sonar estridentemente las bocinas y gritaban frases que no se alcanzaban a entender, pero, evidente, eran expresiones de alegría.

Los hermanos uruguayos parecían más contentos que los argentinos…

Había ocurrido, nos decían, una “revolución”.

Que llevaba el título de “libertadora”.

Y terminaba una “tiranía” representada por alguien que -también nos decían- se había escapado raudamente del país, en una cañonera del Paraguay, sin pelear.

A quien las radios no llamaban por su nombre, sino como “el tirano prófugo”.

Proliferaban los chistes, las burlas y sarcasmos.

Una vieja maestra de aquellos años nos enseñaría después en la escuela que en nuestra historia patria existieron dos “tiranos”: uno, en el siglo pasado, don Juan Manuel de Rosas. El segundo “este señor a quien no hay ni que nombrar”.

Todavía tengo por ahí un viejo libro de lectura escolar.

En todas las páginas donde se mencionaba al presidente de la Nación yo lo tachaba, y escribía “Lonardi” (el general, jefe de la revolución)
¿Dónde ESTABAN?
Al menos en los círculos donde nos movíamos -familia propia, de amigos, gente del barrio, en la escuela- todo el mundo parecía contento en esa primavera y principios del verano del 55.

Como si hubiese terminado una fea pesadilla, y ahora despertáramos en un mundo nuevo, dichoso y esperanzado.

Mi padre era, por entonces, presidente de la Liga Concordiense de Fútbol.

A veces me llevaba a ver algún partido.

Una tarde salíamos de la cancha, en un barrio apartado de la ciudad, cuando presencié un espectáculo, para mí sorprendente, que me impresionó de manera especial.

Y, a pesar de ser un chiquilín me hizo reflexionar vagamente que no todas las cosas eran como parecían, o quizá nos querían hacer ver: dos chicos morochitos, no mucho más grandes que yo, pobremente vestidos, escribían con tiza en un muro:

“Perón volverá”.
Fuente: El Entre Ríos - Bernardo Salduna

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